
… y hacerlo con buen pie. Por ejemplo: desde que empecé la carrera de derecho me paseo por mi casa como si fuese el abogado pijo de Ally Mc’Beal. Con deciros que el otro día quise hacer un juicio improvisado en la mesa ante la aparición de un cadáver sobre una bandeja… tenía forma de pollo, estaba cocinado y tenía patatas. Pero es que es normal ilusionarse, y eso que con derecho no es fácil.
Para empezar, esas clases son como una visita a “mango”, primero por la ropa que se ve, ropa que hay que pagar con un crédito de los que anuncia Matías Prats, y segundo porque la percha es la misma, solo cambia el nombre: en clase se llaman alumnos, y en la tienda se llaman maniquíes. El otro día quería jugar al mus y me dijeron que no, que ellos solo jugaban al poker, y a juegos con pedigree, y cuando les dije que fuésemos a tomar una cerveza alguno que otro se desmayó y ahí debe seguir. Los que no se desmayaron soltaron grititos y dijeron “cerveza, con lo que engorda”… para que luego llegue el fin de semana y les veas vomitando entre dos coches, aunque mi teoría es que todavía siguen estancados en el malibú con piña, y esas copas que hay que beberse con una jeringuilla llena de insulina por si de repente te vuelves diabético.
La cosa cambia con las chicas… porque hay montones de chicas, tantas que a veces me pregunto por qué Pocholo no se matriculó en derecho. Las chicas son, en su gran mayoría, algo así como la barbie universitaria, y aunque más de una tenga el cerebro del mismo material que ídem, te alegran bastante la vista.
En el caso de ambos, suele ser un factor común la cantidad de ideas, llamémoslas conservadoras (por no llamarlas gilipolleces, con lo fino que me está quedando el artículo), que comparten. De hecho, y aunque suena a broma NO LO ES, una fuente a la que no podemos llamar Andrés porque ha pedido permanecer en el anonimato, asegura que un compañero de clase llegaba del baño con gotitas en los pantalones porque decía que si se la sacudía era pecado. En fin, llega un punto en el que te hartas y decides hacer algo muy inusitado: estudiar. Pero si creías que eso iba a ser fácil, es que tu ingenuidad no tiene límites:
Primero porque los nombres de las asignaturas no incitan nada a la tranquilidad, como Derecho Constitucional I, que lo miras y dices “joder, cuando llegue Derecho Constitucional II: la venganza, me voy a cagar”.
Segundo porque una clase con aproximadamente sesenta asientos, y que al principio se llena aproximadamente con ochenta alumnos, no tiene una acústica demasiado buena… sobre todo cuando el micrófono a veces hace contacto con un cable suelto y cada dos por tres los altavoces sueltan un ruido similar a un chispazo cuando menos te lo esperas. Y que vas a esperar de un maniquí, ¡pues que copie hasta las toses!, así que tenemos a media clase copiando chispazos… pero yo siempre ando atento a que el cable suelto un día toque en un sitio clave y tengamos churrasco de profesor para almorzar.
Y tercero porque si vas a la biblioteca te encontrarás con una cantidad anormal de chicas a punto de acabar la carrera buscando un marido pijo que les evite un tiempo haciendo de pasantes, sin hacer nada más que fotocopias y cafés.
Luego hay profesores que utilizan palabras para las que no necesitas un diccionario, sino contratar a un equipo de criptólogos. En fin, que entre que copias lo que oyes entre chispazo y chispazo; te lías escuchando la conversación entre una chica que le dice a otra que no le ha bajado la regla, que a ver si hay suerte y el niño es del chico aquel que viene en bmw y está acabando la carrera; y que no entiendes ni la mitad de lo que acaba diciendo el profesor con tanto palabro, tus apuntes acaban teniendo solamente de apuntes como un 5% (como el crédito de Matias Prats), y de los cuales el mismo grupo de criptólogos podría descifrar con éxito otro 5% de ellos, ¡la ciencia no conoce límites!... en fin, que si no fuera por la ilusión…
Nota: Este texto es una obra de ficción, cualquier parecido con la realidad es pura casualidad… más que nada porque estoy más en el bar que en clase.