
Era una fría mañana de agosto (el cambio climático, ya se sabe), y McCarnigan se encogía en el interior de su sucia gabardina detectivesca. La cabeza estaba a punto de estallarle, puede que por la velocidad de sus pensamientos, puede que por los dos litros y medio de bourbon que había tomado la noche anterior tras la cena. Con semejante cuadro de alcoholismo, solamente estaba cualificado para ser detective privado, eso sí, con un oscuro pasado.
La ligera luz invernal de verano se filtraba tras las persianas, haciendo que McCarnigan entrecerrase sus hinchados y resacosos ojos antes de asomarse a la ventana para verla: ahí estaba, ante sus ojos, la ciudad que nunca dormía, la ciudad en la que se producía un delito en cada esquina, la ciudad más peligrosa que un adicto al riesgo (y al alcohol… y a algún que otro estupefaciente) como McCarnigan podría desear… la llamaban “la ciudad encantada”… Cuenca.
De nuevo un punzante dolor de cabeza al escuchar el zumbido del aspirador de la vecina de arriba. Desde luego, que poca consideración, ¿A quién se le ocurre pasar una aspiradora un martes a las tres de la tarde? (Con lo cual, de mañana ya no nos queda mucho… además de que aumenta considerablemente la gravedad del problema de alcoholismo de nuestro héroe McCarnigan).
Ante semejante alboroto, y presto a desenfundar su arma más peligrosa: su sagacidad, McCarnigan dijo:
− BUUURP… vaya puta mierda de garrafón…
Sin embargo, un nuevo ruido distrajo a McCarnigan de su jaqueca, pues la puerta de su despacho se abría, como otras tantas veces, para dejar paso a una auténtica preciosidad. Contoneando sus hermosas caderas, una elegante joven entró en el despacho. McCarnigan, con la clase de la que solía hacer gala, dijo:
− ¿Quieres rollo?
−No... –respondió la joven, algo contrariada, pero McCarnigan parecía esperarlo, pues con un elegante gesto se quitó el sombrero (también lleno de mierda) y se acercó insinuante a la joven.
− Tu de por aquí no eres, ¿no? – Preguntó, a la vez que hacía gestos sugerentes con los labios y la lengua, por lo que su frase no se entendió muy bien, y tuvo que volver a repetirla.
− ¿Cómo lo ha sabido?
En ese instante apareció por la puerta otra mujer, con la cabeza llena de rulos, con un contorno que apenas cabía por la puerta y los colmillos inferiores sobresaliéndole de la boca, gritando:
− ¡Que pasa, artista! ¡Que me debes todavía el alquiler, copón! Llévamelo luego, que voy anca Marcial.
−Por favor, siéntese –instó McCarnigan a la joven al desaparecer la casera.
La joven le hizo caso y McCarnigan se sentó frente a ella, expectante. No podía dejar de observar a la joven, pues desentonaba claramente con el lugar. Aquella melena negra llena de bucles, aquellos grandes y brillantes ojos, su piel tersa, esos turgentes y grandes pechos, aquellos labios carnosos y lujuriosos, aque…
− ¡Bueno tío, ya está bien! –Me gritó McCarnigan− ¡Te estás poniendo como una moto!
−Eso digo yo –añadió la joven, mirándome con cara de enfado−, que en vez de narrador parece usted un cerdo.
Está bien, perdonadme, sigo.
Aquella joven, que era una señorita muy guapa, captó la atención de McCarnigan, que no hacía mas que juguetear con su sombrero (del cual no paraban de caer motas de polvo, arañas, caspa e incluso un par de botellas de bourbon que el propio McCarnigan había escondido ahí hace meses), a la espera de que la señorita le dijese el motivo de su visita. Finalmente, la joven se pronunció:
− Verá, mi nombre es Lady Angelica Winona-Rider Kelly, marquesa de biomanán, y he oído hablar de usted… el caso es que deseo contratar sus servicios.
− La escucho.
−Antes de nada, me gustaría saber si puedo confiar en usted.
− Por favor –respondió McCarnigan con algo de sarcasmo−. Observe.
McCarnigan señaló a la pared, donde reposaba un artículo de un periódico enmarcado, el artículo, que no el periódico. Lady Angelica se acercó y comenzó a leer en voz alta:
− Policía borracho dispara a tres niños…
− ¡Ya está bien! –Balbuceó McCarnigan−. Lo que quiero decir es que puede confiar en mí, soy el mejor detective de la ciudad.
− ¿No es usted el único detective de la ciudad?
−Precisamente, yo solo me basto para mantener la ciudad limpia –respondió, pero Lady Angelica echó una escrutadora mirada a la gabardina y al sombrero, que aún seguía expulsando arañas−… de delincuencia.
Lady Angelica pareció convencida con los argumentos de McCarnigan, pues volvió a sentarse y, tras cruzarse de piernas de forma realmente sugerente (no te enfades, es que tengo que recalcar tu sensualidad, ya verás por qué), miró fijamente al detective y le dijo:
−Necesito que recupere el cóndor andorrano.
McCarnigan alzó una ceja, contrariado:
− ¿No querrá decir el halcón maltés?
− ¡No! –Respondió Lady Angelica con expresión asqueada−. El cóndor andorrano, se lo explicaré…